
Sucedió una tarde cualquiera de un noviembre cualquiera en un aula cualquiera de la Universidad de Matanzas. La profesora estaba muy entusiasmada en su turno de clases y a mí la digestión empezaba a llevarme hasta los brazos de Morfeo. Mi subconsciente sabe que por pena, por ser pocas personas en el aula y no tener detrás de quien ocultarme, no debo dormirme en clases. Entonces me deja en un limbo existencial, donde la profesora se mueve por toda el aula, habla, hace preguntas y yo no estoy ahí.
Y en ese estado grandioso de despiste y sueño, escuché unas voces a coro y unos aplausos. Desperté, me estrujé los ojos y agucé el oído. “No estoy loca”, pensé.
Otra vez las voces. “Sigues estando cuerda”, me repitió mi yo interior.
–Rachel, ¿tu oyes las voces? – Le dije bajito
– ¿Qué voces, niña?
-Mija, las que gritan algo a coro y unos aplausos. Afina bien el oído. – Expliqué en voz baja, evitando un caos en un turno vespertino de clases.
-Claudia, despierta, no hay voces. – Dijo, intentando que no insistiera una vez más.
Rasgué un trozo de papel y se lo hice llegar a Arletis, en la mesa de al lado. “¿Tú también oyes las voces?”. Rió con los ojos e hizo una mueca con la boca. “¿De dónde tú sacas eso?” Escribió al dorso.
He de confesar que fueron varios días a la semana, en los turnos de las 2:30 pm que yo escuchaba las voces. Mis amigas sugirieron que me viera un otorrino- además de miope, sorda-. Alguien aludió que estaba escuchando voces del más allá y otros pensaban que me dormía con los ojos abiertos.
Hasta que una tarde, después de tanto preguntar, Arletis las escuchó. No estaba loca, un grupo de personas coreaba algo y aplaudía.
Ese día, al salir, nos cruzamos con un grupo de cadetes que venían de ensayar una marcha.